Impactos
por Pilar Chargoñia
Como un pájaro quebrado, pensé entonces. No se me ocurrió otra cosa. Vi volar por el aire a la muchacha malherida; el largo cuello blanco dibujando con su cuerpo adolescente un arco imposible contra el fondo de la bruma.
Los habían llevado por delante a toda velocidad, creo que una camioneta. No sé. Y ellos, el muchacho y la chica de la moto, salieron despedidos hacia la derecha, hacia la rambla, a la altura de Malvín. No vi dónde cayó el muchacho; la vi a ella, nítida, suspendida en el gris oscuro de la noche.
Era invierno, después de medianoche, y soplaba un viento enloquecido que ponía las melenas de estas palmeras altas en posición horizontal. Yo iba al volante con Ada y Bernardo cuando los vi chocar de frente. La camioneta, salida de la nada, siguió de largo en su desenfreno y yo amagué a frenar.
—¡Seguí, seguí, no pares, no pares!
El grito de Bernardo, sentado a mi derecha, era una especie de chillido de pánico animal. Ada, atrás, también gritaba, como un eco:
—¡No pares, no pares, seguí, por favor, seguí!
Instintivamente, di más velocidad y me alejé. En los escasos segundos que duró todo, la escena se escondió en la niebla como tras el telón de un teatro solitario. No volvimos a hablar; ni cuando llegamos a destino. El silencio era más espeso que el frío de la noche.
El remordimiento me quedó por largo tiempo. Le negué una moto a César cuando me la pidió aduciendo tener ya dieciocho años, y a pesar de su buen desempeño en el primer año de la facultad de medicina. Y no permití a Débora que subiera a una ni cuando la invitaran. Sé que harán con sus vidas lo que les plazca. ¿Qué puedo hacer? Pero mientras, trato de evitarlo, a mi manera.
Me pregunto, todavía ahora, qué habrá sido de ellos, los muchachos de la moto. No miramos, conscientemente, ni Ada ni Bernardo ni yo, las noticias de accidentes en los días siguientes. No leímos la prensa, tampoco.
No les di chances de sobrevivencia. Mucho menos a ella, mi pájaro quebrado.
Nunca le conté de esto a nadie, ni siquiera a Genoveva, aunque ya llevábamos tres meses de vida en común.
Y no puedo culparlos, ni a Ada ni a Bernardo, de la reacción que tuvieron frente al hecho. Fue puro instinto. Lo han contado decenas de veces. Los predispuso el recuerdo del accidente en la ruta a Ciudad de México, apenas ocho meses atrás.
Eran las dieciséis horas de una tarde de mediados de primavera, dicen, nublada y calurosa hasta el martirio. Los dos estaban tirados al costado de la ruta. Manejaba Bernardo. Los recogieron. La muchacha, una mestiza bonita de ojos canela, parecía completamente ida y él, blanco y muy rubio, tenía el casco roto por el golpe. No se recuperaron. Durante las siguientes sesenta horas estuvieron pendientes de verlos volver en sí.
En el intermedio la Policía los detuvo, interrogó, despreció, insultó. Y finalmente, dicen, al dejarlos ir en el desamparo de una madrugada, hambrientos y agotados, se sentían verdaderos criminales. Hubo agradecimiento formal de parte de los funcionarios de mayor rango y algunos, generosos, masticaron una disculpa.
—El tipo murió —les dijo el último policía que verían en esa madrugada, un tal Ochoa, maloliente y mordaz—. Y la chica está ida. Si nos vemos por ahí, ustedes no salen vivos —y el desubicado se rió, sin ganas, de su propio chiste.
Bernardo estaba al borde de la ira. Es así como lo cuenta: yo estaba al borde de la ira. Dice que se sentía incapaz de razonar ni medir la consecuencia de sus actos. Que le dolían los nudillos de tanto apretar los puños.
Se juraron no volver a levantar heridos en las calles. Ni aquí ni en otra parte.
Y ahora esto. Aprieto la pierna herida de la muchacha, delgada y firme, tratando de juntar los bordes. Dulzón, el olor de la sangre invade el interior del auto cerrado e impregna mis manos. Pero no me siento asqueado; estoy agradecido de poder ayudarla.
Yo venía en el asiento de atrás, dormido, cuando ellos pararon a levantar a los muchachos. El viaje de norte a sur había durado tres horas, me sentía cansado; detesto los aviones.
La muchacha recuesta su cabeza en mi hombro y pienso que es como Débora. No debe tener dieciocho años todavía. Como un animalito, cierra con fuerza los ojos y se queja suavemente. Hay demasiada sangre. El muchacho, de pelo largo y ojos achinados, parece no tener ningún hueso roto, ni siquiera un raspón, y habla a los gritos.
Ella soporta un profundo tajo a lo largo de su muslo derecho. Alcanzo a ver, entre los desgarrones del pantalón de jean y el flujo de la sangre, los flecos blanquecinos del interior de la herida. Aprieto la mano tratando de cerrar los bordes de ese enorme ojal. Desde el muslo a la rodilla. Mi otro brazo sostiene sus hombros huesudos. Imploro por dentro que Julio maneje con toda la pericia y velocidad necesarias. Pero el camino hasta el aeropuerto parece estirarse como un informe elástico.
Me había dormido profundamente. Al despertar con la frenada, confundo la cabeza blanca de Julio con la de Bernardo. Cuando me percato de mi error agradezco que estemos los tres tratando de ayudar al muchacho a levantar a la chica y ponerla en los asientos de atrás, entre Federica y yo. Federica trata de tranquilizarlo con su voz de letanía, pero el muchacho no deja de hablar. Tranquilo, le dice Federica, tranquilo, están bien. Tranquilo. Están bien, repite. Y yo deseo que lo haga callar.
—¡Nadie paraba! ¡Nadie paraba! —dice el muchacho y su voz tiene el registro agudo de una mujer—. Me paré en el medio de la calle. ¡Me esquivaban! ¡Nadie paraba! Agité los brazos. ¡Grité por favor! Por favor. Ayuden. Ella, la señalaba, está herida. Por favor. Por favor, ayuden. Me esquivaban. ¡Me pasaban al lado y ni me miraban!
Vuelve la cabeza hacia atrás a cada minuto para ver a la muchacha. Los párpados de la chica parecen transparentes. Él sigue hablando y su boca junta en las comisuras una saliva sanguinolenta.
Más tranquilo, logra contarnos que no sabe qué pasó. El que los rozó tal vez era un coche blanco. Vino detrás de ellos. El impacto los envió hacia la banquina. Ella recibió todo. Pasaban cientos de coches, dice, es viernes, ¿no?, serán las ocho de la mañana. Esto —señala la ruta— está lleno de gente que va y que viene.
Julio, silencioso, parece atento solo a manejar. Ya son varias las veces que lo he visto reaccionar así. Su actitud habitual de hombre distraído cambia por completo frente a la necesidad de acción.
Hemos llegado al fin de vuelta al aeropuerto de Carrasco. Eficiente, el equipo médico del aeropuerto se ocupó de todo. En menos de quince minutos, el tiempo de hacer la crónica de lo sucedido, la ambulancia tenía a la chica dentro y yo miraba mi mano, acalambrada y viscosa, envuelta en mi pañuelo en un vano intento de higiene.
—Vengan —dice un policía que en un primer momento confundimos con el médico del aeropuerto—. Quedan detenidos para declarar.
Y detrás de él aparecen dos más, todos uniformizados en sus caras terrosas y anodinas.
—¡Qué! —se sobresalta el muchacho—. ¡A ellos, no! —está gritando de nuevo y gesticula desde dentro de la ambulancia donde una enfermera gorda intenta tomarle el pulso—. ¡Ellos nos levantaron! Ellos pararon —increpa—. ¿Es que no entienden? ¡Ellos, no! Nadie paraba. Nadie paraba. A ellos no los llevan. ¿Es que están locos? —y su mirada se extravía mientras repite—: ¿Es que están locos? ¡A ellos, no!
Los policías parecen sorprendidos y no contestan ni se mueven. Nos despedimos, por turnos. Lo abracé. Julio le dio un apretón de manos fuerte, sentido; Federica lo besó con su innata delicadeza y le dijo:
—Cuídense mucho.
—Sí —el muchacho casi murmura—. Gracias, a ustedes. Mi nombre es Héctor. El Indio, así me dicen, Héctor el Indio. Ella es Inesita —señala con el pulgar hacia dentro de la ambulancia, a su espalda—. Gracias. Gracias.
No alcanzamos a ver a la chica ni a despedirnos de ella. El Indio e Inesita, memorizo. Y caigo en la cuenta de que no hay para qué. Es improbable que volvamos a vernos. Un enfermero cojo cerró la puerta de la ambulancia antes de que el muchacho pudiera terminar su retahíla de agradecimientos.
De pie en el frente desierto del edificio del aeropuerto, ni miramos a guardias y policías. Subimos al coche tal como habíamos llegado. Cuidé de no sentarme sobre la sangre del tapizado, abrimos todas las ventanillas y partimos. Eran recién las ocho y media de una mañana otoñal y el sol estaba radiante.
Mientras volvíamos a Montevideo les conté el caso de la rambla. No puedo dejar de recordar aquel sobresalto. Cómo fue que de repente apareció el cuerpo de la muchacha por los aires en medio de la oscuridad y el viento...
(Primer premio del concurso "Una década de cuento", del diario El Observador, del año 2000.)
por Pilar Chargoñia
Los habían llevado por delante a toda velocidad, creo que una camioneta. No sé. Y ellos, el muchacho y la chica de la moto, salieron despedidos hacia la derecha, hacia la rambla, a la altura de Malvín. No vi dónde cayó el muchacho; la vi a ella, nítida, suspendida en el gris oscuro de la noche.
Era invierno, después de medianoche, y soplaba un viento enloquecido que ponía las melenas de estas palmeras altas en posición horizontal. Yo iba al volante con Ada y Bernardo cuando los vi chocar de frente. La camioneta, salida de la nada, siguió de largo en su desenfreno y yo amagué a frenar.
—¡Seguí, seguí, no pares, no pares!
El grito de Bernardo, sentado a mi derecha, era una especie de chillido de pánico animal. Ada, atrás, también gritaba, como un eco:
—¡No pares, no pares, seguí, por favor, seguí!
Instintivamente, di más velocidad y me alejé. En los escasos segundos que duró todo, la escena se escondió en la niebla como tras el telón de un teatro solitario. No volvimos a hablar; ni cuando llegamos a destino. El silencio era más espeso que el frío de la noche.
El remordimiento me quedó por largo tiempo. Le negué una moto a César cuando me la pidió aduciendo tener ya dieciocho años, y a pesar de su buen desempeño en el primer año de la facultad de medicina. Y no permití a Débora que subiera a una ni cuando la invitaran. Sé que harán con sus vidas lo que les plazca. ¿Qué puedo hacer? Pero mientras, trato de evitarlo, a mi manera.
Me pregunto, todavía ahora, qué habrá sido de ellos, los muchachos de la moto. No miramos, conscientemente, ni Ada ni Bernardo ni yo, las noticias de accidentes en los días siguientes. No leímos la prensa, tampoco.
No les di chances de sobrevivencia. Mucho menos a ella, mi pájaro quebrado.
Nunca le conté de esto a nadie, ni siquiera a Genoveva, aunque ya llevábamos tres meses de vida en común.
Y no puedo culparlos, ni a Ada ni a Bernardo, de la reacción que tuvieron frente al hecho. Fue puro instinto. Lo han contado decenas de veces. Los predispuso el recuerdo del accidente en la ruta a Ciudad de México, apenas ocho meses atrás.
Eran las dieciséis horas de una tarde de mediados de primavera, dicen, nublada y calurosa hasta el martirio. Los dos estaban tirados al costado de la ruta. Manejaba Bernardo. Los recogieron. La muchacha, una mestiza bonita de ojos canela, parecía completamente ida y él, blanco y muy rubio, tenía el casco roto por el golpe. No se recuperaron. Durante las siguientes sesenta horas estuvieron pendientes de verlos volver en sí.
En el intermedio la Policía los detuvo, interrogó, despreció, insultó. Y finalmente, dicen, al dejarlos ir en el desamparo de una madrugada, hambrientos y agotados, se sentían verdaderos criminales. Hubo agradecimiento formal de parte de los funcionarios de mayor rango y algunos, generosos, masticaron una disculpa.
—El tipo murió —les dijo el último policía que verían en esa madrugada, un tal Ochoa, maloliente y mordaz—. Y la chica está ida. Si nos vemos por ahí, ustedes no salen vivos —y el desubicado se rió, sin ganas, de su propio chiste.
Bernardo estaba al borde de la ira. Es así como lo cuenta: yo estaba al borde de la ira. Dice que se sentía incapaz de razonar ni medir la consecuencia de sus actos. Que le dolían los nudillos de tanto apretar los puños.
Se juraron no volver a levantar heridos en las calles. Ni aquí ni en otra parte.
Y ahora esto. Aprieto la pierna herida de la muchacha, delgada y firme, tratando de juntar los bordes. Dulzón, el olor de la sangre invade el interior del auto cerrado e impregna mis manos. Pero no me siento asqueado; estoy agradecido de poder ayudarla.
Yo venía en el asiento de atrás, dormido, cuando ellos pararon a levantar a los muchachos. El viaje de norte a sur había durado tres horas, me sentía cansado; detesto los aviones.
La muchacha recuesta su cabeza en mi hombro y pienso que es como Débora. No debe tener dieciocho años todavía. Como un animalito, cierra con fuerza los ojos y se queja suavemente. Hay demasiada sangre. El muchacho, de pelo largo y ojos achinados, parece no tener ningún hueso roto, ni siquiera un raspón, y habla a los gritos.
Ella soporta un profundo tajo a lo largo de su muslo derecho. Alcanzo a ver, entre los desgarrones del pantalón de jean y el flujo de la sangre, los flecos blanquecinos del interior de la herida. Aprieto la mano tratando de cerrar los bordes de ese enorme ojal. Desde el muslo a la rodilla. Mi otro brazo sostiene sus hombros huesudos. Imploro por dentro que Julio maneje con toda la pericia y velocidad necesarias. Pero el camino hasta el aeropuerto parece estirarse como un informe elástico.
Me había dormido profundamente. Al despertar con la frenada, confundo la cabeza blanca de Julio con la de Bernardo. Cuando me percato de mi error agradezco que estemos los tres tratando de ayudar al muchacho a levantar a la chica y ponerla en los asientos de atrás, entre Federica y yo. Federica trata de tranquilizarlo con su voz de letanía, pero el muchacho no deja de hablar. Tranquilo, le dice Federica, tranquilo, están bien. Tranquilo. Están bien, repite. Y yo deseo que lo haga callar.
—¡Nadie paraba! ¡Nadie paraba! —dice el muchacho y su voz tiene el registro agudo de una mujer—. Me paré en el medio de la calle. ¡Me esquivaban! ¡Nadie paraba! Agité los brazos. ¡Grité por favor! Por favor. Ayuden. Ella, la señalaba, está herida. Por favor. Por favor, ayuden. Me esquivaban. ¡Me pasaban al lado y ni me miraban!
Vuelve la cabeza hacia atrás a cada minuto para ver a la muchacha. Los párpados de la chica parecen transparentes. Él sigue hablando y su boca junta en las comisuras una saliva sanguinolenta.
Más tranquilo, logra contarnos que no sabe qué pasó. El que los rozó tal vez era un coche blanco. Vino detrás de ellos. El impacto los envió hacia la banquina. Ella recibió todo. Pasaban cientos de coches, dice, es viernes, ¿no?, serán las ocho de la mañana. Esto —señala la ruta— está lleno de gente que va y que viene.
Julio, silencioso, parece atento solo a manejar. Ya son varias las veces que lo he visto reaccionar así. Su actitud habitual de hombre distraído cambia por completo frente a la necesidad de acción.
Hemos llegado al fin de vuelta al aeropuerto de Carrasco. Eficiente, el equipo médico del aeropuerto se ocupó de todo. En menos de quince minutos, el tiempo de hacer la crónica de lo sucedido, la ambulancia tenía a la chica dentro y yo miraba mi mano, acalambrada y viscosa, envuelta en mi pañuelo en un vano intento de higiene.
—Vengan —dice un policía que en un primer momento confundimos con el médico del aeropuerto—. Quedan detenidos para declarar.
Y detrás de él aparecen dos más, todos uniformizados en sus caras terrosas y anodinas.
—¡Qué! —se sobresalta el muchacho—. ¡A ellos, no! —está gritando de nuevo y gesticula desde dentro de la ambulancia donde una enfermera gorda intenta tomarle el pulso—. ¡Ellos nos levantaron! Ellos pararon —increpa—. ¿Es que no entienden? ¡Ellos, no! Nadie paraba. Nadie paraba. A ellos no los llevan. ¿Es que están locos? —y su mirada se extravía mientras repite—: ¿Es que están locos? ¡A ellos, no!
Los policías parecen sorprendidos y no contestan ni se mueven. Nos despedimos, por turnos. Lo abracé. Julio le dio un apretón de manos fuerte, sentido; Federica lo besó con su innata delicadeza y le dijo:
—Cuídense mucho.
—Sí —el muchacho casi murmura—. Gracias, a ustedes. Mi nombre es Héctor. El Indio, así me dicen, Héctor el Indio. Ella es Inesita —señala con el pulgar hacia dentro de la ambulancia, a su espalda—. Gracias. Gracias.
No alcanzamos a ver a la chica ni a despedirnos de ella. El Indio e Inesita, memorizo. Y caigo en la cuenta de que no hay para qué. Es improbable que volvamos a vernos. Un enfermero cojo cerró la puerta de la ambulancia antes de que el muchacho pudiera terminar su retahíla de agradecimientos.
De pie en el frente desierto del edificio del aeropuerto, ni miramos a guardias y policías. Subimos al coche tal como habíamos llegado. Cuidé de no sentarme sobre la sangre del tapizado, abrimos todas las ventanillas y partimos. Eran recién las ocho y media de una mañana otoñal y el sol estaba radiante.
Mientras volvíamos a Montevideo les conté el caso de la rambla. No puedo dejar de recordar aquel sobresalto. Cómo fue que de repente apareció el cuerpo de la muchacha por los aires en medio de la oscuridad y el viento...
(Primer premio del concurso "Una década de cuento", del diario El Observador, del año 2000.)