miércoles, 7 de marzo de 2007

Impactos
por Pilar Chargoñia

Como un pájaro quebrado, pensé entonces. No se me ocurrió otra cosa. Vi volar por el aire a la muchacha malherida; el largo cuello blanco dibujando con su cuerpo adolescente un arco imposible contra el fondo de la bruma.
Los habían llevado por delante a toda velocidad, creo que una camioneta. No sé. Y ellos, el muchacho y la chica de la moto, salieron despedidos hacia la derecha, hacia la rambla, a la altura de Malvín. No vi dónde cayó el muchacho; la vi a ella, nítida, suspendida en el gris oscuro de la noche.
Era invierno, después de medianoche, y soplaba un viento enloquecido que ponía las melenas de estas palmeras altas en posición horizontal. Yo iba al volante con Ada y Bernardo cuando los vi chocar de frente. La camioneta, salida de la nada, siguió de largo en su desenfreno y yo amagué a frenar.
—¡Seguí, seguí, no pares, no pares!
El grito de Bernardo, sentado a mi derecha, era una especie de chillido de pánico animal. Ada, atrás, también gritaba, como un eco:
—¡No pares, no pares, seguí, por favor, seguí!
Instintivamente, di más velocidad y me alejé. En los escasos segundos que duró todo, la escena se escondió en la niebla como tras el telón de un teatro solitario. No volvimos a hablar; ni cuando llegamos a destino. El silencio era más espeso que el frío de la noche.

El remordimiento me quedó por largo tiempo. Le negué una moto a César cuando me la pidió aduciendo tener ya dieciocho años, y a pesar de su buen desempeño en el primer año de la facultad de medicina. Y no permití a Débora que subiera a una ni cuando la invitaran. Sé que harán con sus vidas lo que les plazca. ¿Qué puedo hacer? Pero mientras, trato de evitarlo, a mi manera.
Me pregunto, todavía ahora, qué habrá sido de ellos, los muchachos de la moto. No miramos, conscientemente, ni Ada ni Bernardo ni yo, las noticias de accidentes en los días siguientes. No leímos la prensa, tampoco.
No les di chances de sobrevivencia. Mucho menos a ella, mi pájaro quebrado.
Nunca le conté de esto a nadie, ni siquiera a Genoveva, aunque ya llevábamos tres meses de vida en común.
Y no puedo culparlos, ni a Ada ni a Bernardo, de la reacción que tuvieron frente al hecho. Fue puro instinto. Lo han contado decenas de veces. Los predispuso el recuerdo del accidente en la ruta a Ciudad de México, apenas ocho meses atrás.

Eran las dieciséis horas de una tarde de mediados de primavera, dicen, nublada y calurosa hasta el martirio. Los dos estaban tirados al costado de la ruta. Manejaba Bernardo. Los recogieron. La muchacha, una mestiza bonita de ojos canela, parecía completamente ida y él, blanco y muy rubio, tenía el casco roto por el golpe. No se recuperaron. Durante las siguientes sesenta horas estuvieron pendientes de verlos volver en sí.
En el intermedio la Policía los detuvo, interrogó, despreció, insultó. Y finalmente, dicen, al dejarlos ir en el desamparo de una madrugada, hambrientos y agotados, se sentían verdaderos criminales. Hubo agradecimiento formal de parte de los funcionarios de mayor rango y algunos, generosos, masticaron una disculpa.
—El tipo murió —les dijo el último policía que verían en esa madrugada, un tal Ochoa, maloliente y mordaz—. Y la chica está ida. Si nos vemos por ahí, ustedes no salen vivos —y el desubicado se rió, sin ganas, de su propio chiste.
Bernardo estaba al borde de la ira. Es así como lo cuenta: yo estaba al borde de la ira. Dice que se sentía incapaz de razonar ni medir la consecuencia de sus actos. Que le dolían los nudillos de tanto apretar los puños.
Se juraron no volver a levantar heridos en las calles. Ni aquí ni en otra parte.


Y ahora esto. Aprieto la pierna herida de la muchacha, delgada y firme, tratando de juntar los bordes. Dulzón, el olor de la sangre invade el interior del auto cerrado e impregna mis manos. Pero no me siento asqueado; estoy agradecido de poder ayudarla.
Yo venía en el asiento de atrás, dormido, cuando ellos pararon a levantar a los muchachos. El viaje de norte a sur había durado tres horas, me sentía cansado; detesto los aviones.
La muchacha recuesta su cabeza en mi hombro y pienso que es como Débora. No debe tener dieciocho años todavía. Como un animalito, cierra con fuerza los ojos y se queja suavemente. Hay demasiada sangre. El muchacho, de pelo largo y ojos achinados, parece no tener ningún hueso roto, ni siquiera un raspón, y habla a los gritos.
Ella soporta un profundo tajo a lo largo de su muslo derecho. Alcanzo a ver, entre los desgarrones del pantalón de jean y el flujo de la sangre, los flecos blanquecinos del interior de la herida. Aprieto la mano tratando de cerrar los bordes de ese enorme ojal. Desde el muslo a la rodilla. Mi otro brazo sostiene sus hombros huesudos. Imploro por dentro que Julio maneje con toda la pericia y velocidad necesarias. Pero el camino hasta el aeropuerto parece estirarse como un informe elástico.
Me había dormido profundamente. Al despertar con la frenada, confundo la cabeza blanca de Julio con la de Bernardo. Cuando me percato de mi error agradezco que estemos los tres tratando de ayudar al muchacho a levantar a la chica y ponerla en los asientos de atrás, entre Federica y yo. Federica trata de tranquilizarlo con su voz de letanía, pero el muchacho no deja de hablar. Tranquilo, le dice Federica, tranquilo, están bien. Tranquilo. Están bien, repite. Y yo deseo que lo haga callar.
—¡Nadie paraba! ¡Nadie paraba! —dice el muchacho y su voz tiene el registro agudo de una mujer—. Me paré en el medio de la calle. ¡Me esquivaban! ¡Nadie paraba! Agité los brazos. ¡Grité por favor! Por favor. Ayuden. Ella, la señalaba, está herida. Por favor. Por favor, ayuden. Me esquivaban. ¡Me pasaban al lado y ni me miraban!
Vuelve la cabeza hacia atrás a cada minuto para ver a la muchacha. Los párpados de la chica parecen transparentes. Él sigue hablando y su boca junta en las comisuras una saliva sanguinolenta.
Más tranquilo, logra contarnos que no sabe qué pasó. El que los rozó tal vez era un coche blanco. Vino detrás de ellos. El impacto los envió hacia la banquina. Ella recibió todo. Pasaban cientos de coches, dice, es viernes, ¿no?, serán las ocho de la mañana. Esto —señala la ruta— está lleno de gente que va y que viene.
Julio, silencioso, parece atento solo a manejar. Ya son varias las veces que lo he visto reaccionar así. Su actitud habitual de hombre distraído cambia por completo frente a la necesidad de acción.

Hemos llegado al fin de vuelta al aeropuerto de Carrasco. Eficiente, el equipo médico del aeropuerto se ocupó de todo. En menos de quince minutos, el tiempo de hacer la crónica de lo sucedido, la ambulancia tenía a la chica dentro y yo miraba mi mano, acalambrada y viscosa, envuelta en mi pañuelo en un vano intento de higiene.
—Vengan —dice un policía que en un primer momento confundimos con el médico del aeropuerto—. Quedan detenidos para declarar.
Y detrás de él aparecen dos más, todos uniformizados en sus caras terrosas y anodinas.
—¡Qué! —se sobresalta el muchacho—. ¡A ellos, no! —está gritando de nuevo y gesticula desde dentro de la ambulancia donde una enfermera gorda intenta tomarle el pulso—. ¡Ellos nos levantaron! Ellos pararon —increpa—. ¿Es que no entienden? ¡Ellos, no! Nadie paraba. Nadie paraba. A ellos no los llevan. ¿Es que están locos? —y su mirada se extravía mientras repite—: ¿Es que están locos? ¡A ellos, no!
Los policías parecen sorprendidos y no contestan ni se mueven. Nos despedimos, por turnos. Lo abracé. Julio le dio un apretón de manos fuerte, sentido; Federica lo besó con su innata delicadeza y le dijo:
—Cuídense mucho.
—Sí —el muchacho casi murmura—. Gracias, a ustedes. Mi nombre es Héctor. El Indio, así me dicen, Héctor el Indio. Ella es Inesita —señala con el pulgar hacia dentro de la ambulancia, a su espalda—. Gracias. Gracias.
No alcanzamos a ver a la chica ni a despedirnos de ella. El Indio e Inesita, memorizo. Y caigo en la cuenta de que no hay para qué. Es improbable que volvamos a vernos. Un enfermero cojo cerró la puerta de la ambulancia antes de que el muchacho pudiera terminar su retahíla de agradecimientos.
De pie en el frente desierto del edificio del aeropuerto, ni miramos a guardias y policías. Subimos al coche tal como habíamos llegado. Cuidé de no sentarme sobre la sangre del tapizado, abrimos todas las ventanillas y partimos. Eran recién las ocho y media de una mañana otoñal y el sol estaba radiante.

Mientras volvíamos a Montevideo les conté el caso de la rambla. No puedo dejar de recordar aquel sobresalto. Cómo fue que de repente apareció el cuerpo de la muchacha por los aires en medio de la oscuridad y el viento...

(Primer premio del concurso "Una década de cuento", del diario El Observador, del año 2000.)

Etiquetas: ,

Despedida
por Pilar Chargoñia


Con un cansancio incalculable sobre el alma, Laura busca la valija nueva. Esa valija de color aceitunado, comprada especialmente para este fin de verano, escasos quince días de felicidad. Le pesan los brazos como si no le pertenecieran; sus movimientos tienen el automatismo de los dolores profundos, que nos marcan para siempre y no nos dejan reconocernos cómo éramos antes de sentir este desborde.
La ropa de él ya ha sido guardada en una maleta más pequeña y práctica —típico de Esteban—, donde cabe lo mínimo de un equipaje masculino despreocupado, elemental. Pero en la valija grande está todo lo demás: la ropa de los niños y la suya, los juguetes y este regalo de Esteban que no sabe todavía cómo interpretar. Sopesándolo en la mano, cree que no es la finísima porcelana que le fuera regalada como recuerdo de unos días bien vividos. Parece de hierro fundido, lastre de amor, agobiadora y densa estatuilla de absurda belleza.
La pastorcita tiene la cara triste y dulce de las muchachas púberes, la cabecita ladeada, llena de rizos —despeinados por el viento de las montañas—, la pequeña mano distraída... Mira y acaricia al corderito que se le acerca, mimoso, levantando hacia ella su diminuto hocico de animal desvalido. Laura piensa, acariciándola, que quedará hermosa duplicándose en el espejo, de marco de madera clara, que colgó encima de la cómoda antes de partir. Envuelve la figurita en su camisón sedoso y apenas estrenado, cuidando ubicar el bulto donde no pueda romperse.
Se le ha ido la mañana en la limpieza a fondo de la casita, en preparar la comida para el mediodía —el pollo está en el horno, la ensalada preparada y la fruta alcanzará justo hasta hoy—. Empacar las ropas, las cosas de tocador, los juguetes, fueron largos minutos lentos. Guardar la pastorcita duró una eternidad de emociones reprimidas. Piensa que los niños no podían haberse portado mejor. Imposible pedirles más.
Alejandra y Andrés han pasado la mañana en el jardín delantero. Están encantados con la casita alpina donde vivieron felices y libres, con toda la playa para ellos solos, a dos cuadras de distancia.
—Andrés —dice Alejandra—, ¿te acordás de Hansel y Gretel?
—¿Qué cosa? —Andrés frunce el entrecejo, reconcentrándose.
—El cuento. De los hermanitos. La madrastra los abandonó en el bosque. Ellos dejaron miguitas de pan para poder volver a la casa. Las miguitas se las comieron los pájaros... ¿Te acordás? —Alejandra adora a este hermano tan indefenso que ella tiene que cuidar. Solo tiene seis años, son pocos, realmente...
—¡Sí! —Andrés está radiante, la carita pecosa mira a la hermana con la veneración escapándole por los ojos castaños, de pestañas rojizas por culpa del sol de mediodía que asoma sus dedos curiosos por entre las ramas de los pinos—. Ellos encontraron una casita preciosa en el bosque, de chocolate, de caramelo, con mucho azúcar, y masitas, y...
—Esa misma. ¿Ves, Andrés?, se parece a esta.
Andrés mira por los ojos de la hermana y, claro, es la misma. Es una casita de cuento.
—Pero, Ale —él tiene ahora una pequeña reserva—, la casita del cuento se podía comer y esta, no.
—Sí, ya sé —Alejandra tiene gusto en explicarle que eso, en realidad, no importa—. Esta es de troncos que parecen barras de chocolate...
—¡Es verdad! —el asombro de Andrés complace a la mujercita-niña, brillan sus ojos verdosos en la carita seria.
—Y —continúa ella— el techo inclinado, así, de paja, parece... parece...
—¡Parece una torta de miojas! —grita el chiquito.
—De milhojas, Andy, milhojas... Sí, parece la torta de milhojas de mamá.
—Y las ventanas son como... ¿Cómo qué, Ale?
—Como masitas, con picaporte de alfajores. Y la puerta es como una pasta frola —ella también se ha puesto a soñar—. ¡Ahí están otra vez la Talía y el Chicho! ¿Por qué Esteban le puso ese nombre horrible al perrito? ¿Cómo puede decirle Chicho, Chicho, Chicho? Es un nombre espantoso para un perro tan feo.
—Más fea es la Talía, Ale. —Adoran a la perra pero saben muy bien que vale poco, más de uno se ha reído de esa cosa fastidiosa y amarillenta.
Al unísono, comentan:
—Pero se hicieron amigos y eso es bueno.
Los niños se miran y miran a los perros.
Los animales, sintiéndose observados, corren a revolcarse cerca de ellos, al sol y sobre el pasto deliciosamente húmedo, recién cortado. Después de sacudirse y refregarse entre sí, la Talía y el Chicho se miran amorosamente. Piensan que la vida en la playa, el sol, el pasto, la buena compañía... son una felicidad total. Emocionados de estar juntos, corren a ocultarse detrás de los matorrales de hortensias, cargados de flores rosadas y hojas carnosas.
Después de la comida, extrañamente silenciosa, han lavado los últimos trastos entre todos. Laura lava la loza y las ollas, Esteban seca parsimoniosamente, Alejandra guarda lo que ya está seco y Andrés, que ayudó a levantar la mesa, se aburre esperando que terminen.
Irán a la playa antes de partir. Será la última tarde y el niño se siente un poco apenado.
Plantaron la colorida sombrilla donde siempre. La playa tiene la resaca de todos los días, una fea línea ondulante a lo largo de la costa, incongruente como las uñas sucias en la delicada mano de una mujer hermosa. Pero el mar está de un color esmeralda, esplendoroso. Semeja una joya única y eterna.
Alejandra se acerca a la orilla. Hunde los pies dorados en el agua fría. Las olas pequeñas, piensa, tiene espumita de azúcar. Esa que se deshace en la boca. Es espuma blanca, aunque a veces, con el sol sobre el horizonte, es también espuma rosada.
Laura y Esteban, como delfines varados sobre la arena, están tirados al sol. Mirándose sin hablar. ¡Qué raro!, piensa Alejandra, ellos estaban siempre hablando y riéndose... Claro que se acaban las vacaciones, pero... Y yo, entonces, que tengo que volver a la escuela. ¡Ah! ¡Pero qué fastidio! Decide hacer un castillo de arena con un buen foso alrededor, para seguridad, bien profundo.
—¡Andy! —grita—. Vamos a hacer un castillo con...
Pero Andrés ha hecho un descubrimiento y está fascinado.
—¡Mirá, mamá, el globito que encontré! ¡Ale, mirá! ¡Hacele un nudo acá!
La voz de Laura suena con fastidio y asco:
—¡Tirá eso, Andrés!
—Pero es un globito. Con agua. Estaba en el agua. Y Ale sabe hacer un nudo...
—¡Que tires eso, Andrés! ¡Ya mismo!
Hay tanta repugnancia en el grito de la madre que el niño decide, por venganza, tirar el globito sobre el Chicho. El perro se ha cansado de corretear y duerme aplastado sobre la arena como una mancha blanquinegra.
Retorciendo los bordes gomosos con rapidez, mira a la madre seriamente, apunta hacia el perro con el brazo extendido y tenso hacia atrás. El impulso describe una parábola perfecta y cae exactamente donde él quiere. Bien cerca de la cabeza del perro, salpicándole el hocico al rebotar. La cosa esa ni siquiera revienta. El nudo provisorio se desenrosca y el globito se deshace. El Chicho se sobresalta, olisquea ese objeto extraño y se aleja de esos niños tan irrespetuosos del merecido descanso que le corresponde como animal digno y adulto.
—Ale —el niño recurre a su hermana con sus dudas—, ¿por qué se enojó así mamá?
—No ves que no era un globito... —con suficiencia, Alejandra espera que el hermano no le pregunte qué cosa era—. ¿No viste que tenía una forma bien rara?
—Sí, Ale. ¿Qué era, si no era un globito? Se podía llenar de agua y todo...
—No sé —Alejandra piensa y piensa pero no puede recordar haber visto nada parecido—. Pero si mamá dijo que lo tiraras, es porque era otra cosa...
—Pero, ¿qué...
—¡No seas pesado, Andy! Vamos a hacer un castillo con un foso.
El castillo no era gran cosa pero el foso les quedó fantástico. Ella cava profundo y Andrés hace todo más prolijo. Intercambiaron las tareas y quedó estupendo.
—¡Niños! ¡Nos vamos!
La voz de Laura es apagada y estridente, a la vez, como este ocaso en la playa. Es la tristeza de los últimos días de febrero, cuando el sol al ocultarse es más rojo y más grato y agobiante que nunca. Tiene una dulzura silenciosa que contagia al mar, al aire, a las pocas gaviotas perdidas. Silencio como música. Música de despedida.
Los perros corren por última vez al mar y pisotean el castillo, deshacen el foso, salen chorreando agua... Como bólidos húmedos y estremecidos de frío, vuelven a pisotear los restos de la arquitectura.
No importa. Alejandra piensa que después de todo es mejor así. Le dolería más dejar el castillo solo, sin nadie que lo cuidara del mar. Pero Andrés parece a punto de llorar. Ya camino hacia las dunas, no deja de mirar hacia atrás pensando que el agua de las olas hubiera llegado a entrar al foso si le hacían un túnel hasta la misma orilla. Bueno, seguro que ni Esteban —que hace casas y endeficios altos— habría logrado nunca hacer un foso tan bueno. Ni la mitad de bueno.
La noche en el balneario envuelve al mundo en un manto interminable, sin luna. Donde sobran las estrellas, de una belleza espléndida que nadie admirará.
Dentro del coche, en los asientos traseros, Alejandra y Andrés hablan en susurros. Los perros, echados lomo contra lomo sobre el piso, a los pies de los niños, parecen un mismo y enorme animal subdividido. Roncan suavemente, agotados del día de playa y de la noche insospechadamente movida, rota la rutina de los días felices con sus noches quietas.
—Andrés —la vocecita de Alejandra trasmite temor y sospecha—, creo que mamá y Esteban estarán crujiendo...
—¿Qué? —Andrés no comprende y se asusta sin saber de qué.
—Que estarán crujiendo, te digo. Eso que hacen la Talía y el Chicho, detrás de las hortensias. Nosotros los vimos.
—Ellos no hacen eso —el niño está seguro—. Eso lo hacen los bichos.
—Mamá también lo hace. Yo lo sé.
—¿Cómo sabés? ¿Los viste?
—No. Pero el piso del dormitorio de ellos hace ruido, de noche, cuando se mueve la cama. Estoy segura.
El niño no puede, no quiere creer en lo que oye.
—Ale —dice, convencido—, ¿verdad que el foso del castillo había quedado precioso?
Pero ella, acongojada más allá de las palabras, no contesta.
—Ale —insiste—, ¿verdad que quedó precioso?
—¡A la mierda el foso, a la mierda el castillo, a la mierda la casa de chocolate y estos estúpidos perros!
Furiosa, los patea. Los animales se remueven, cambian de postura, siguen durmiendo. Andrés cree que va a llorar. Pero se contiene. ¿Por qué no vienen de una vez, mamá y Esteban? Está oscuro. Quiero llegar a casa a ver televisión y jugar con el tren nuevo.
—Total —dice el hombrecito—, a mí este tipo no me gusta como padre. Es como de madera.
—Sería padrastro, Andy. Papá ya tenemos y estará en casa.
—No. No estará. Nunca está cuando estamos despiertos y todavía no es la hora de dormir.
Es cierto. Ella lo sabe pero no quiso decirlo. ¡Qué valiente que es Andy! Es chico y es más valiente. Y es verdad que Esteban es como de madera. Pero mamá nos explicó que ellos solamente eran buenos amigos... Como si nosotros fuéramos así de bobos...
Ese fue el trato, piensa Laura al acomodarse dentro del coche. Nada de amor. Fue una especie de juego propio de chiquillos tontos. Jugar a la familia feliz por quince escasos días. Y así como los niños fuimos de inocentes. Prenderé la radio, cualquier música viene bien en un momento como este. Esteban está silencioso, atento a manejar con un cuidado supremo. Los niños se entretienen con los jueguitos electrónicos. Yo prometí no llorar más. Como si se pudiera prometer algo así...
Al abrir la puerta del apartamento, de vuelta a la rutina de la ciudad, Laura se mueve con otro automatismo, con cierto envaramiento. Hay niebla en su cabeza. Los niños corren hacia el dormitorio, prenden el televisor y el ruido inusual invade el ambiente.
La perra, solitaria ahora, busca al compañero de sus juegos, con el estupor del sueño interrumpido. Ha sido llevada en brazos por Laura hacia el lugar que le era propio pero que ya nunca será el mismo. Busca al Chicho. Tal vez en la cocina. No. O en el patio trasero. Pega el hocico al vidrio frío. No. Tal vez arriba, donde los dormitorios. Por el resquicio de la parte inferior de la puerta del dormitorio de Laura se escapan olas de desconsuelo, a raudales. ¿Estará el Chicho ahí, buscándola a ella?
Mirándose en el espejo flamante, Laura se define. Mujer sola. Casada con marido reiterada y empecinadamente infiel, dos hijos, profesora de idioma español en tres colegios distintos. Imposibilitada de divorciarse por falta de coraje. Enamorada de un hombre nuevo. Soltero empedernido. Viajero incansable. Sensible a las despedidas y buen amante. A Esteban nunca le asomó a los ojos el niño que todos los hombres llevan dentro. Nunca le vio esa mirada implorante de cariño, de comprensión o de cualquier otra cosa. De los que se bastan a sí mismos. Esa clase única de hombres que no sobran sobre esta tierra... ¡Qué sentimiento tan vulnerable es el amor! ¡Qué inútil y desprolijo!
Abriendo la valija, desenvuelve la pastorcita de su ropaje sedoso. ¡Qué bonita que es! Hay, repentinamente, una estridencia de ruidos de vidrios rotos. El espejo, hecho añicos, devuelve fragmentos de Lauras distorsionadas. La pastorcita yace muerta entre los escombros, sin cabeza, sin manos, sin alma...
Y una perra, del otro lado de la puerta, aúlla de dolor, haciendo eco a esta angustia de amor no correspondido; a mi propio grito inarticulado, mientras me abrazo a mí misma sintiéndome tan sola. Sintiéndome tan sola. Sintiéndome tan sola.

(Cuento publicado en Ediciones de la Banda Oriental en el año 1998, por mención en el concurso de Cofac - Banda Oriental.)

Etiquetas: ,

domingo, 4 de marzo de 2007


La gravata

por Luis Valls Mendibehere

Que abajo de la boina tenemos un sumidero. Cuando el cristiano anda derecho pisa firme y, hasta en lo escuro, rumbea pa la tranquera. Pero al desquiciarse, se nubla de las vistas y, vive a los topetazos contra lo que sea. Y se desbarranca y se disgracia.



Paquito ha cumplido quince años. Los aires gaditanos le han regalado un tono cobrizo y una lengua decidora. ¿Su familia? Anzuelos y una red. Un tío, una navaja de Albacete. Quien lo ha hecho soñar ha sido el abuelo Estácio, portugués de Porto que, siguiendo una cabra, saltó la frontera. Había sido picaflor en sus mocedades y, ahora que al nieto el bozo le ensuciaba la facha, tuvo la ocurrencia de darle su mejor corbata. “Vais ofuscar muita moça...”, le dijo, con los ojos pícaros bailando. Paquito guardó aquello con un cuidado que causó risas.
Después, el Mediterráneo tiró fuerte. Los relatos de los marinos y el prestigio del que estos disfrutaban fueron gancho poderoso, así como las maderas con olores remotos, velas, anclas y aparejos, que formaban en su mente emblemática colección para el destaque viril. Así Paco se hizo a la mar, donde se enredó en aventuras; también se curtió y fue creciendo por dentro.
Los vientos lo desembarcaron en Uruguay. Venía de un pago marinero, cerca de donde los toros se han criado para diversión. ¿La tierra? La veía sólo al bañarse; y eso, sin abuso... Brazos encordados de cinchar cabos, ojos morunos, un copete negro en la frente, como de jaca andaluza, y una boca que al levantar el telón en sonrisa, parecía haber comido un clavicordio. Llegó enmadejado en jarcias y se enredó en trenzas, aquerenciándose. Había sido jaulero el hombre. Cecilia, una criolla de ojos glaucos, lo embobó y le cortó las alas. El pájaro se afincó y con unos riales, apretados en varios viajes, compró un campo de regular para abajo. Allí el casal levantó el nido y empezaron a desgranar pichones. Había que deslomarse trabajando para cargarles el buche y empilcharlos.
Era un campito ovejero, tupido de piedra y así andaban, con la perrada entre los cerros, juntando majadas. Meta herrar matungos, para que no se espiaran.
Francisco era de a caballo: desde gurí le había voleado la pata a buenos pingos. En El Soldado, departamento de Minas, se hizo baquiano en lidiar con el ganado; aprendió a entreverarse en los corrales, a curar abichados y capar a diente, si era necesario. Conoció los lujos camperos y le gustaba lucirse con un pial de volcao que era raro que fallara. Se hizo de una tropilla de gateados que él mismo amansó y había que ver la boca de esos animalitos, que respondían a la rienda como pato al arriador.
Un día Mandinga metió las patas y la taba del andaluz se empecinó en el culo. Nada le salía derecho. Una vuelta fue un cable de “alta traición” recién estrenado por aquellos rumbos que le terminó un galope, sentándolo en un bajo con el testuz morado por el encuentro. De otra, un toro tuerto le guampeó el mejor flete y se lo estropeó para el resto de la cosecha. Las desgracias se vinieron en rosario.
Unos compatriotas lo embalaron con un negocio que, según ellos, sería redondo: una explotación minera, en un paraje solitario de la costa uruguaya, Punta del Este. Hablaban maravillas de la turba carbonífera, que se daba generosa en aquellos parajes. Francisco empezó a averiguar lo que podía pedir por su campo; sólo que se allegó a informantes mal rumbeados, que no estaban al tanto del valor de la plata por esos días. Presumido de conocer de números, hizo sus cuentas.


Un orejano más en el rodeo de los días; Francisco, ya liberado de botas, medias y poncho patria, en la cocina junto al fuego, calienta los pies en Falucho, perro misturado de quién sabe qué con foster, y de ahí, especial para los bichos.
El andaluz observa cómo los cristales empañados de la ventana filtran los rayos de un sol debilucho, que lucha por abrirse camino en el gris. El cuzco se relame complacido, menea un toco de cola y enseña los colmillos en mueca servil. El hombre refriega los pies en la pelambre del animal, con la bombacha remangada hasta la rodilla, ostentando su patizamba estampa de domador.
La friega se interrumpe porque el hombre vuelca un chorro generoso de brasilera en el agua de cebar, el perro manotea panza arriba hasta que queda inmóvil, y endereza las orejas expectante. De pronto, se incorpora y gana la puerta. Es que Cecilia ha desparramado huesos en una batea, y el hambre le gana al mimo.
Pancho se corre para la pieza grande y busca en un recoveco del ropero. Se lustra las manos, por quinta vez en la bombacha, y saca un trapo colorinchudo y sedoso, con un esmero digno de la matrona más pulida. Lo extiende en la cama, donde un jirón de sol entra por la hendija, y relumbra como si estuviera vivo. El recuerdo del abuelo portuga se le escurre de la mollera al corazón. De aquel cumpleaños, cuando mocito. Los años habían pasado y nunca encontró ocasión de estrenar la “gravata”: casorio no había habido; fue un arrimarse y arracimarse... Tampoco habían encontrado tiempo, o tal vez ganas, de cristianar a los gurises. Ni tan siquiera se la había probado. Había aprendido toda clase de nudos, marineros y camperos, pero ese requinte ciudadano no era conocido en el pago. Sueña con andar derecho en los negocios, y poder lucir un día como la foto de su padre; y también retratarse él y pasar la idea para adelante. ¡Que los de su tierra no habían nacido para pordioseros!
Vuelve a la cocina y se afirma en una banqueta, abrazado de una jarra y un vaso.
--¡Qué mala sombra tienes, mi niña! --dice sonriente, en cuanto escancia el vinillo--. Pareces mi tío, el fraile de San Fernando, amargado por tanto renunciamiento.
Cecilia protesta, acaba desembuchando: la razón de su fruncido anda por el lado de los negocios. Esos cambios no la convencen. Ella es serrana de nacimiento y, según ha oído, la costa es diferente. Además, no entiende de negocios; su vida es el campo, y el hijo que lleva dentro la hace retrechera para la aventura.
--No te preocupes mujer --dice él, con pose de jarana--. Que esos tíos conocen lo que se traen. Eso, en España, es tiro seguro.
La mujer refunfuña, continúa cocinando. Unas hebras blancas le están clareando el pelo. Sus ojos verdosos miran hondo y así su blancura, como algo felino en sus movimientos, trae a mentes una gran garza. Los choclos amarillean en la olla, y un puchero de oveja gordo que se cuece al lado, perfuma el local. Dos gurisotes de pata peluda revolotean cerca de la madre, en idea de ensartar con sus cuchillos algún anticipo de almuerzo. Afuera, junto al rancho, tres gurisas chicas juguetean con unos trapos cosidos, que quieren ser muñecas. De vez en cuando, cachetean fastidiadas a unas gallinas que picotean el piso en torno a ellas, en búsqueda alocada de maices.


Un ruedo barroso con cinturón de alambre, bien tapizado de bosta fresca. Un sol agurisado que se esconde y asoma entre las nubes. El frío, que se adentra en las osamentas, lleva a los criollos a taparse con un traperío abigarrado. La caña y el mate calientan por dentro y estimulan la conversa de los mirones o el griterío de los que trabajan. Tortas fritas, pasteles y asados con cuero van templando los estómagos y alegrando corazones. Se escucha un cantor que, acompañado de viola, hace maravillas para levantar en el canto la lengua aplomada por el alcohol. Un concierto de balidos pone fondo a una orquesta criolla, donde unos bichos parlanchines, que chupan, churrasquean y montan, son los directores del acontecimiento. Los tales balidos reconocen una diferencia nítida: unos gruesos y sostenidos, de cornúpeta grande y otros más agudos, algo chillones y de menos aliento, de animalito con lana. Algún relincho destaca y habla de la presencia de un colaborador cercano del mentado parlanchín. Los de a caballo, bien metidos en lo suyo, disfrutan cuando bien montados, sujetando, escarceando y en alguna tendida, si un novillo pretende escapar.
En un aparte bajo un ombú, tres hombres prosean animados. Pancho, que está en el grupo, se ha abancado en un tronco mocho y allí escucha con atención. Se lo ve enfundado en un poncho patria, bastante trillado, que deja asomar un par de botas bien lustradas. En el cuello, un pañuelo blanco contrasta con la negrura de su sombrero andaluz, de ala ancha. Un criollo recostado al ombú, con una porra blanca encaracolada y rebelde, luce un atuendo de gringo que remata con unas polainas coperas. Con un cuchillito corto escarba los masticadores, para desprenderse del recuerdo del asado. De pie y gesticulando se ve un criollo acajetillado, con empilche ciudadano, en que contrastan botas y sombrero aludo. Tiene el sombrero en la mano y lo usa para reforzar los dichos, con amplios movimientos. Se le ve la pelambre, lustrosa de brillantina, y un bigotito que le da un aire afeminado. Sus manos venden que nunca agarró azada y los otros lo filian en cuanto se gasta en una agitación, como de sentado en hormiguero. Llega un punto en que el cajetilla se sosiega y mira a Pancho, esperando respuesta. Este escupe de colmillo sobre un cardo, se endereza y tiende la mano al de la porra blanca, que la recibe y la aprieta murmurando algo y mirando fijo.
En la cocina de El Andaluz, Cecilia y Alejandro, el hijo mayor, despuntan una charla dolorosa. La mujer, de pelo revuelto, tiene los ojos reventando de llanto. El hijo la consuela abrazándola, ella hipa atragantada.
Alejandro ha dicho:
—No soy quien para condenar a Tata, pero El Andaluz vale mucho más de lo que le van a pagar. Nos va a escasear la plata y no dará juego para los negocios... Lo informaron mal, quién sabe si acomodados con los otros. Ahora, papel pasado no hay...
Afuera, en el patio, Pancho camina como animal enjaulado. Pita un chala, con desesperación, en cuanto campanea las estrellas. Una vena, como meñique, se le dibuja entre una ceja y el pelo. Metió la de caminar hasta la verija y no se lo perdona. Se le figura el semblante del padre muerto, proyectado en el cielo. Y le parece oír: “la palabra, Paco, la palabra...” Es un mandato ancestral, que obliga y no da juego. Le quita el coraje de fallar y seguir mostrando la cara.
Una cerrazón espesa invade su entendimiento, que pensamientos como manotazos buscan despejar. Al final, un hilo de luz, una manera de cuerpear, de escurrir el bulto en solución renga: él no faltará al tal mandato, no estará para decidir. Cerrará la baza y pasará la mano a los suyos.


Una semana de cavilaciones sin descubrir otro rumbo. Frente arada por la desdicha. Ojos escondidos entre bolsas, fijos y vacíos. Barbilla tembleque que dice sí al no. Pies imantados al suelo, como alma en pena, en un arrastrar desconforme de alpargatas. El cuero es el mismo; pero, adentro, Pancho se apagó. Del galponcito ha barajado, con dedos que fueron hábiles, un lazo fino, viejo compañero, y camina con él hacia la arboleda dando la argolla contra el suelo. En el pecho, hecha chorizo, culebrea en rojo “la gravata”. Un nudo firme la va a sujetar. En su penumbra, busca las estrellas. De La Polar a La Cruz del Sur. Y su mente por ella trepa despegándose del aullido de Falucho... Después, el campo y los cerros tiesos.
(Este cuento obtuvo una de las menciones del Quinto Concurso de Cuentos Gauchos, para Ediciones de la Patria Gaucha, propiciado por la Dirección de Cultura de la Intendencia de Tacuarembó, en febrero del 2007.)

Etiquetas: ,

El otro muerto

por Luis Valls Mendibehere

“… ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la
mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y
lo observa con fría curiosidad.”
Jorge L. Borges

—Que no hay enemigo chico —decía un viejo en mis pagos—. En esta vida, naides debe facilitar.Un día cuereás un tigre muerto a puñal y al otro te entra el sueño y un carancho te lleva las vistas…

1.
Dos yuntas de horas se fueron, desde que el sol se escondió. Una luna lindaza, resplandeciente, alumbra un descampado en un rincón del pueblo. La arboleda bien peinada, por un soplidito suave, resguarda un lote de caballos ensillados, sujetos al palenque. A un tiro de lazo de éstos, un tostado de cola atada está maneado junto a un bebedero.
Más allá se distingue un rancho grandote, mayor que los de allí. Lo ilumina un farol bermejo que lanza destellos, llamaradas al relente, convidando al paisanaje a juntas de amor y jolgorio.
Desde el ventanal, se atisba un abigarrado grupo en movimiento. Rasgan una guitarra y la música pide campo, alegrando la noche.
Adentro, la reunión es animada. Un grupo de criollos menudea el trago en el mostrador, relojeando con disimulo desparejo a unas chinas pulpudas que, alineadas en un banco, esperan que se resuelvan. En medio del saloncito —que tira a ruedo— dos parejas abrazadas se sacuden al son del mandolión de un mulato, sin luz entre los cuerpos, en una penca donde la llegada está a la vista.
En la cocina, que comunica con el salón por un ventanal chico, de tapa corrediza, dos mujeres esperan que se cueza el pucherón que les ordenó un cuarteto mientras, en una pieza de los fondos, los fulanos se afirman en el naipe. En el entretiempo, una de ellas, morena añosa, se despacha en noticioso chimento, a informar a su compañera, venida de otro pago, los antecedentes de la doña que cuida el negocio. La relación, según se supo, vino más o menos así:

2
Sinforosa, Fora, le dice Bandeira, es hija de unos puesteros de una estancia del Salto, allá por las puntas del Daymán. Los dueños del campo, blancos de siempre, medio emparentados con los Saravia, se entreveraron en los líos del Quebracho. Azevedo Bandeira era hombre de Tajes, jefe del ejército colorado; sus hombres arrasaron la estancia del Mao Pelada, matando la gente y arreando la tropilla. Fora se salvó, había ido a colocar, con unos vecinos, la obra de las ponedoras.
Pasó el tiempo y, todavía muchacha grande, la recogió Bandeira un poco por lástima y bastante por voluntad. Allá por el 86 la llevó a Montevideo y la hizo mujer. Despuntaba buena moza, de tamaño regular, bien formada. Con ojos tristes color camalote, pelo de fuego, encaracolado.
Cuentan que Azevedo Bandeira es bayano, de Rio Grande, “gaúcho” como dicen ellos: campero y baqueanazo, muy de a caballo y sobrado de yeito para enlazar o bolear. Con ella ha sido corsario: después de desgraciarle la familia, la llevó con él pero la judiaza mucho. Nunca le compró pilchas buenas, eso que la estancia y el contrabando lo han llenado de patacones. La china estaba unida con unción al yugo de él, que en ocasiones la trataba como a perra.
Fora fue tirando, aunque rumiaba rabia. En el 87 Bandeira fue a Minas por negocios y la llevó con él. En una kermesse que hicieron para homenajear al nuevo jefe político, un tal Don Pepe, se destacó una moza de la sociedad que, disfrazada de gitana, le vaticinó al personaje que un día sería Presidente. Esa misma muchacha, le echó las cartas a Fora, dijo que veía sangre, un mozo joven que le arrastraría el ala, más sangre y al final, venganza. Fora salió de allí muy impresionada. Por varios días se dio falta de su lengua.
Cerca de fin de año apareció un porteño, un cajetilla joven que quería llegar a gaucho. A Benjamín Otálora, físico y coraje no le faltaban; le ganó al patrón el lado de las casas: se había apuntado alguna hazaña y se comedía para progresar. Alternó en distintos trabajos, en la capital y también en El Suspiro, la estancia de Bandeira en Tacuarembó.
A mediados del 94, Azevedo Bandeira se fue con Fora para el campo, y allí se instaló. Ella miraba al pueblero y lo veía crecer… Se acordaba de la gitana de Minas. Pero…, él se apuró demasiado y metió las zarpas por las pezuñas: se hinchó a lo sapo y se sintió importante…Empezó por bandearse en las órdenes recibidas. Salí bien para los intereses de Bandeira y éste miraba para el costado. Ahí empezó el atrevimiento: le voleaba la pata al reservado del patrón, ensillado con el recado de oro y plata en las cabezadas. La peor fue cuando con Fora hizo lo mismo; flete y hembra tenían la crin parecida… Ella lo provocaba, apareciendo liviana de ropas, donde se orejeaban carnes blancas y firmes.
No se contentó con eso: le empezó a dar por la caña y, cuando estaba medio nublado, se ponía cargoso y se hacía el poeta. Un día que andaba con los aires más inflados que buenos, lo escucharon decir esta coplita zumbona:

Cuando afilo mi facón
me esmero en sacarle brillo,
pa servir a mi patrón,
desguampando algún novillo.


Ponía cara de sobrador, con un chala en el costado del hocico.
El mentado Otálora se quiso recostar luego a Ulpiano Suárez, otro bayano, capanga principal de Bandeira; le propuso quién sabe qué historias. Éste, que era leal a su jefe y astuto, le siguió la corriente para que abriera bien la boca.
Ese fin de año se festejó en la estancia y a Otálora se le hizo noche. Cuando terminaba el festejo, habían empezado a batir una campana y el porteño estaba en la hora de arrastrar la palabra. A una seña de Azevedo Bandeira, unos peones lo sujetaron sin mayor trabajo. El bayano hizo comparecer a Fora, a despedirse del mozo. Allí abrazados, Ulpiano despenó a Otálora de un tiro, no sin que antes el patrón le dejara el mensaje de despedida:
—Esqueceu o pai das gárgaras, seu porteño llagau; ¡creibas que me corrías con una flor pibuyenta!
Con el facón brillando en la mano, Bandeira sujetó a Fora de las trenzas y se las cortó de un tajo. Le dedicó una soba de azotera, que le dejó el recuerdo en el lomo por un buen tiempo.
Azevedo Bandeira perdonó la vida de la mujer. Eso sí, no la quiso más en su casa. Hombre de negocios, imaginó establecerla. Puso a Fora a regentear, con unas chinas que allí eran lujo, y él de vez en cuando concurría a recoger ganancias, controlar el patrimonio y despuntar el vicio.
Eso contó la morena, y hay quién dice no fue así; otras relaciones que se oirían dan para pensar que no debe haber sido muy distinto.

3.
Volviendo a la punta de la madeja, se encuentra a Fora en el cuarto con Bandeira. Es habitación de rancho, rústica y sin adorno; poco más de lo indispensable al caso. En un camastro grande duerme Bandeira, como Dios lo trajo al mundo. Se ve viejo, jodido, la porra alborotada, con una expresión de despojo humano contraria a su condición arrogante.
Fora hace memoria de los últimos años: recuerda que vio en Benjamín el medio para conseguir lo que pretendía. Por eso lo buscó, se ofreció y obtuvo que él la quisiera. No tuvo tiempo de convencerlo para ayudar en los planes; el porteño desdeñaba al bayano, por viejo.
Persistente, la imagen de sus padres muertos la persigue hasta en sueños. Piensa que los traicionó, viviendo con el culpable.
En el saloncito, entretanto, la jarana continúa. Ahora se ha agregado un viejito, más arrugas que pasa, que ni se molesta en quitarse el chambergo aludo. Hay que ver su figura, bombacha y botas, calzando lloronas que, al bailar, suman ritmo a la música y parecen pedir malambo.
Un pardo corpulento y desdentado aborda a una petisa de ojo revoleado y buena figura, abriendo los brazos como cura en misa.
—¿Cómo está pal largo mi prenda?
—Hasta aquí no es lejos —dice ella, arrimándose. Salen, hechos uno, culebreando rumbo a los fondos.
Una china aindiada, patizamba, responde al cabezazo de un tape que la convida a menearse con la polquita que recién arrancó. Al levantarse, arrastra el banco en que estaba sentada y suena un ruido como para confundir. El viejito, reclinado cerca en una banqueta, medio ladeado por el cuete, vocifera con voz chillona:
—Ese ternero bala por mi teta. --Con lo que provoca el estallido de hilaridad de los presentes.

Fora, en la pieza principal, cree escuchar la voz del padre, mandando:
—Refugame el carnero viejo, y lo carneás…
Boca entreabierta, jadeando con dientes apretados; el seno sube y baja detrás de la bata. Y ya no vacila. Saca de la mesita un facón caronero, y se abalanza encima de Bandeira.
—Esta te la manda tata, cascarria —dice en cuanto sume el cuchillo en el cuello del bayano. Y revuelve bien, adentro, asegurando la faena. Él no alcanza ni a gritar; apenas suelta un ronquido y sacude las tabas, despidiéndose del mundo.
Con ceño fruncido, serena, sale al campo y se allega al tostado de Bandeira, que resopla y se inquieta al verla. Lo acaricia y amansa, llamándolo bajito por su nombre. Cinchón y cincha, que el dueño ya había aflojado, se desprenden de un solo corte de cuchillo; con otro tajo, se sueltan las maneas y luego, con movimiento decidido, calza de abajo el recado entero y lo lanza al costado, liberando al pingo. Éste da un salto y dispara, mientras ella le grita:
—¡Andate lejos Aguará, hacete libre como güen oriental!
Un traqueteo de cascos y un relincho le responden.

Adentro, la gente se ha arrimado al cuarto y miran amontonados el cuadro que se ofrece.
Ulpiano, primero en enterarse, sacude la cabeza y convida a una chinita joven:
—Vamo embora Micaela, qu’ isso aquí vai feder…

(Este cuento obtuvo otra de las menciones del Quinto Concurso de Cuentos Gauchos, para Ediciones de la Patria Gaucha, propiciado por el Departamento de Cultura de la Intendencia de Tacuarembó, de febrero del 2007.)

Etiquetas: ,

viernes, 23 de febrero de 2007

Presentación
Soy Luis Valls Mendibehere, montevideano con corazón campero. Me caracterizo por gustar de los idiomas, especialmente el propio, del que me siento perfeccionista.
Me lancé en el mundo de la narración escrita por un amor legado de padres educadores. En un comienzo, las intenciones no estaban bien definidas. Hoy, con tantos cuentos como años, rebeldes —los cuentos—, y un guión de cine, me asomo al ruedo de la web. Intento ver al hombre en todas sus posturas, erectas y maltrechas; en luces y sombras. No parpadeo en denunciar las flacuras humanas, ¡cuántas veces propias!, e incursiono en ángulos, perfiles diversos que me impiden reunir lo hecho en conjuntos homogéneos. La escritura como interpretación autoral; por su vez, el lector interpreta al intérprete. Es un intento de comprender la realidad, en el que el autor baja al tinglado, hurgando en su memoria y exprimiendo su imaginación. Un denominador común: el saborear el lenguaje, sus combinaciones, sus duplicidades. Y, por supuesto, la invocación inspiradora, desde los que se remontan a los orígenes literarios, a otros actuales, Rubem Fonseca, Vargas Llosa, Richard Ford, Ian Mc Ewan y también Paco Espínola, Ricardo Güiraldes; el cosmopolitismo de unos y la veta criolla de otros.
Blog, en su onomatopeya, me suena a inmersión o acaso a burbuja. ¡Al agua, pato!, entonces.

Etiquetas: